De los conciertos multitudinarios a la más absoluta soledad, de las
inacabables noches de gira a los madrugones al alba, de la comodidad de
los hoteles de lujo a vivir en las modestas casas de la comunidad Inuit.
Durante ocho días, Alejandro Sanz ha guardado su guitarra y sus
canciones para marcharse al Ártico en una expedición de Greenpeace, que
denuncia el deterioro que está sufriendo la zona como consecuencia del
cambio climático y la llegada de las compañías petroleras. Según un
informe de Greenpeace, el Ártico podría quedarse sin hielo dentro de 10 o
20 años, con graves efectos sobre la población, la fauna y flora, y la
economía. Solo en un lugar pérdido del mundo, como este, puede suceder que
nadie conozca a Alejandro Sanz. Tiniteqilaaq es un pequeño asentamiento
de cazadores y pescadores, con menos de un centenar de habitantes. Muy
cerca se localiza el fiordo de Sermilik. La pared de hielo se extiende
2.400 kilómetros, de norte a sur, y cubre el 80% del país. Allí se
encuentra en estos momentos el cantante que, a través de su teléfono,
habló ayer con EL PAÍS. “Te voy a mandar una foto de lo que estoy viendo ahora mismo... ¡Es
una maravilla! Bueno, mientras tanto, te lo cuento: tengo delante el
fiordo y alrededor, cientos de iceberg que se van moviendo. Al fondo se
ve el casquete polar”. La voz del cantante suena emocionada. “Ayer,
cuando llegué al fiordo y vi todo esto, me di cuenta de la maravilla que
es y de cómo lo estamos destruyendo. Todas las comparaciones son malas,
pero yo diría que es como ver muriéndose poco a poco a un elefante”,
añade. Alejandro Sanz no responde al perfil típico del famoso que se apunta a
una causa para mejorar su imagen. Él se confiesa ecologista desde niño.
Su madre se lo inculcó a base de pequeños gestos. “Alejandro, apaga la
luz cuando salgas. Alejandro, cierra el grifo mientras te lavas los
dientes”. Ahora son sus niños, Manuela, Alexander y Dylan, quienes le
potencian esa conciencia medioambiental. Los tres siguen estos días, en
la distancia, las aventuras de su padre. Sobre todo Manuela, que ya
tiene 12 años. “Es la más comprometida. Si la llevo a un sitio de esos
en que hay cabezas de toro en la pared, se pone a llorar. Tú ya sabes
cómo son las niñas”. “El compromiso desde un hotel de cinco estrellas no vale. Hay que
mojarse y ver las cosas en directo”, dice. Él lo está haciendo estos
días. Comparte un pequeño espacio para dormir con su esposa Raquel, y
Cristina, una de sus ayudantes. Tiene que usar un aseo comunal en el que
está la única ducha del poblado. Se alimenta solo de la comida que
preparan los inuits: pescado en salazón y algo de pollo. Y pasa más de
12 horas al día visitando la zona, haciendo senderismo y hablando con la
gente de los poblados. “Los científicos hacen grandes estudios, pero la
gente que vive aquí explica muy bien las consecuencias del cambio
climático: los inviernos son más cortos; las temperaturas, menos frías
—ahora hay hasta mosquitos— y crece la hierba donde antes había hielo”.
Alejandro describe el deterioro medioambiental con pasión. Lucha para
que en septiembre este espacio sea declarado santuario protegido, y se
prohíba la extracción petrolera y la pesca industrial. El domingo regresa a España para retomar su gira. “Vamos a Almería.
¡Menuda diferencia de temperatura!”. Esta ha sido su semana de
desconexión lejos del escenario, pero su compromiso con las políticas
verdes continuará en su vida cotidiana. “En casa todo se recicla, el
agua también. La nueva de Madrid es de color negro para conservar más el
calor. Tenemos paneles solares para el agua y la luz. En la finca de
Extremadura, todo lo que cultivamos es ecológico y no usamos
fertilizantes que no sean orgánicos. También estoy convenciendo a mis
vecinos de la zona para que hagan lo mismo, y me están haciendo caso”.
En los conciertos quedan cosas por hacer, como reciclar los residuos,
pero eso, dice, depende de los organizadores. Eso sí: todas las luces
que lleva en la gira son leds. El día 27 en Almería se volverán a
encender.
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